‘La crisis y el consumo de la cultura: victimismo o reinvención’, por Pilar Lozano Mijares

Pilar Lozano Mijares XTRart 2013

Pilar Lozano Mijares

Hace unos meses acudí a una jornada sobre la tan deseada ley de mecenazgo –¿renovación de la ley de 2002?, ¿ley de nueva planta?, ¿cuánto querrán trabajar nuestros políticos?– y la gobernanza en las entidades no lucrativas, organizada por Garrigues y la Asociación Española de Fundraising. Me sorprendió algo que, para mí, implica no comprender en qué situación está ahora mismo la cultura en España: parecía como si todos los males se fueran a solucionar con tener una ley que permita a las empresas y particulares desgravar más por hacer donaciones al tercer sector, y así suplir la desaparición del papá-Estado y sus dramáticos recortes presupuestarios.

En el fondo, es la misma sensación que viví en enero pasado, durante las intervenciones en Pública 13, la tercera edición del encuentro entre profesionales de la gestión cultural que organizan la Fundación Contemporánea y el Círculo de Bellas Artes: todos quejándose de la reducción de financiación (pública y privada), de la imposibilidad de sobrevivir y de mantener una programación estable sin la inyección financiera de la que habían disfrutado los últimos años. Salí con una desagradable sensación de que las únicas ponencias realmente interesantes y que aportaban algo nuevo habían sido las de los extranjeros: Daniella M. Foster, que representó al mundo estadounidense de la captación de fondos, y que dio una lección enormemente pragmática sobre “todo lo que siempre quiso saber sobre cómo conseguir dinero del Estado para empresas privadas y nunca se atrevió a preguntar”;  y Marc van Warmerdam, director y programador holandés de un tipo de teatro realmente arriesgado e interesante, y con una visión de la gestión y la participación de la juventud esperanzadora.

Creo firmemente que en la vida hay que posicionarse y declarar desde dónde se habla, y lo voy a hacer. Hablo desde una experiencia de cinco años en la gestión y comunicación de una fundación de un grupo financiero español; es decir, desde la posición fuerte del que se dedica a elegir a quién financiar sin tener que rendir cuentas, estrictamente, sobre si esa decisión está bien o mal tomada, tiene o no tiene sentido, porque no se juega su futuro ni su existencia. Me posiciono en contra de la miopía generalizada de una gran parte del sector cultural, que piensa que la culpa de todo la tiene una crisis económica mundial, un cambio de gobierno, la falta de fondos y los recortes.

Vivimos un cambio de modelo radical, de paradigma, que obliga a redefinir qué es la cultura y el modo como se produce y consume: para qué sirve, qué hay que programar y por qué, cómo hay que gestionarla y quién. Resumiré lo básico en tres puntos, recordando al viejo profesor Roman Jakobson y sus factores de la comunicación lingüística:

1. Emisor: en un entorno en el que cada vez más se escuchan conceptos como “trabajo colaborativo”, “obra en red”, etc., ¿las grandes instituciones tradicionalmente consideradas productoras de cultura siguen siendo operativas, cuando muchas veces toman decisiones que no obedecen a razones puramente técnicas/estéticas/artísticas, sino políticas? El modelo de “yo, gran centro de la cultura, decido lo que hay que hacer y cómo, y lo produzco” está obsoleto y no está claro, excepto muy honrosas excepciones, que las instituciones se hayan dado cuenta. ¿Debemos seguir financiando y subvencionando estas instituciones, si no hay un cambio profundo del modo como se hacen las cosas dentro de ellas?

2. Receptor: ya no hablamos del espectador pasivo, que dota de legitimidad performativa a la institución productora y consume el producto cultural sin cuestionarlo, o al menos no con respecto a una gran parte de consumidores. Ahora la gente opina y las redes sociales han facilitado instrumentos rápidos y eficaces. El receptor se erige en co-creador y no se conforma con consumir acríticamente. ¿Hemos creado herramientas de evaluación de la programación, con indicadores medibles y objetivables que nos permitan averiguar si lo que hemos producido ha tenido sentido para el receptor?, ¿evaluamos el impacto de la programación en el consumidor de dicha programación, y luego tomamos decisiones sobre la información que regala la evaluación?

3. Canal: aunque parece que no nos hemos enterado bien de que la presencia y el aura del consumo artístico murieron con Walter Benjamin y su era de la reproductibilidad técnica, continuar apostando por modelos de transmisión del hecho cultural que implican fisicidad, presencia, procesos cerrados (con inauguraciones, cócteles y vino español añadidos) implica seguir gastando grandes cantidades de dinero y esfuerzo con poco sentido. ¿Están los responsables de las instituciones culturales y los equipos técnicos que los rodean preparados para adaptarse a los nuevos canales del consumo cultural?, ¿qué vamos a hacer con todos esos espacios preciosos e hirientemente vacíos que pueblan la geografía autonómica?

No, no creo que la cultura esté en crisis porque algún inculto político o director de Responsabilidad Corporativa no comprenda el valor intrínseco del hecho artístico y nos hayan dejado sin dinero para seguir haciendo lo que hacíamos. Creo que el modelo debe cambiar –y nosotros con él– para que la gestión cultural tenga sentido, no dependa de decisiones políticas, pueda autofinanciarse e incluso, por qué no, dar beneficios, aunque eso de hablar de dinero, vaya por Dios, sea una vulgaridad.

No somos Francia, un país que entiende que la cultura y la educación están por encima de los vaivenes políticos y son cuestión de honor nacional. Tampoco los países nórdicos, con sus cuentas claras y chocolates espesos, sus comités de serios y trabajadores expertos, su sentido protestante y transparente del deber y su gusto por las cosas bien hechas. Ni tampoco Estados Unidos, con su orientación a resultados, su sentido emprendedor y su salvaje afán competitivo. No podemos depender de la financiación pública, ni de patrocinios inestables que no impliquen una colaboración profunda entre los objetivos estratégicos de la empresa –hablo de la tan manida Responsabilidad Corporativa– y la aportación de la creación cultural a la sociedad, que debe ser medida y contrastada con instrumentos de evaluación potentes que permitan, incluso, poder convencer a un cortoplacista Ministerio de Hacienda de que el retorno del esfuerzo que supone la deducción fiscal para el Estado a través de incentivos en el IRPF o el Impuesto de Sociedades es incuestionable y demostrable empíricamente, o evitar la arbitrariedad en los criterios de las políticas públicas que afectan a la decisión sobre qué es de utilidad social y qué no, y por tanto en qué merece la pena poner los recursos.

Esta es mi carta a los Reyes Magos: hagamos buenos proyectos que tengan sentido, vendámoslos bien, convenzamos a los que tienen el dinero, evaluemos los resultados, aprendamos de los errores y sigamos adelante. La crisis es una gran oportunidad. Dejemos de lamentarnos y aprovechémosla.

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Pilar Lozano Mijares es doctora en Ciencias del Lenguaje y de la Literatura por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Obtuvo el Premio Extraordinario de Doctorado y sobresaliente cum laude por una tesis sobre novela española y posmodernidad. También en la UCM se licenció en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Completó su formación con un MBA en Empresas e Instituciones Culturales por la Universidad de Salamanca y Santillana Formación. Su experiencia profesional ha estado ligada al análisis estratégico, la gestión de proyectos y la comunicación corporativa (de 2006 a 2011 en la Fundación BBVA). Actualmente, acaba de volver a Madrid desde Ecuador, donde ha sido docente, investigadora y jefa del Departamento de Relaciones Internacionales, Convenios y Becas en la Universidad Técnica de Manabí.

 

 
 
 

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