Fernando Castro Flórez: «Cuando uno se acomoda, derrapa con facilidad hacia la corrupción generalizada»

Profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universiad Autónoma de Madrid, reconocido comisario  y crítico de arte, Fernando Castro Flórez formará parte del jurado del Premio XTRart a la mejor Propuesta Galerística Art Madrid’16. Con motivo de dicho encuentro, charlamos con él sobre arte contemporáneo, crítica y educación en el panorama actual.

Castro Flórez

Imagen cortesía de Fernando Castro Flórez

¿Qué importancia tiene la crítica de arte hoy? ¿Es realmente independiente?

Decía Eagleton que, hoy en día, la crítica carece de toda función sustantiva: «O es parte de la división de las relaciones públicas de la industria literaria, o es un asunto privativo del mundo académico». Me gustaría pensar que es posible superar esta «deslegitimación» que supone un estar encerrado en los confines de un orden académico «sin exterioridad» o en un mercado en el que solamente cabría un comportamiento «mercenario». Creo que la crítica sigue siendo necesaria y tiene que buscar su «oportunidad». Estamos en un momento de crisis (incluso me atrevería decir que afortunadamente es un encrucijada que obligada a tomar decisiones) y nos encontramos en estado crítico (en el sentido médico pero también en la condición de la «excepcionalidad» y de las urgencias del «estado de excepción») lo que nos compromete a establecer un pensamiento que no sea complaciente y que se comporte de modo dialéctico. Cuando parecería que el mundo del arte está únicamente dominado por las decisiones de los grandes coleccionistas y que incluso la práctica curatorial está «colapsada», considero que la (aparente) marginalidad de la crítica de arte podría ser su condición (potencial) de fuerza y necesidad. La cuestión de su independencia, por otro lado, pertenece a una mitología o cliché que vendría a suponer que los comportamientos discursivos o la propia práctica artística es ajena a las mediaciones o tendría una condición de «autonomía» (en el sentido inercialmente «kantiano») lo que supondría que se sustrae a la dinámica de las ideologías. Es propiamente la interdependecia de los factores del sistema del arte la que obliga a la crítica a estar continuamente re-dimensionando su emplazamiento o, mejor, exige una toma de posición para evitar, entre otras cosas, el «adanismo» o la pretensión de una «pureza» quimérica cuando no cínica.

¿En qué disciplina artística se siente más cómodo?

Mi actitud natural, sea por mi gordura, mi torpeza manual o, sencillamente, la miopía galopante que tengo desde la adolescencia, es la de estar incómodo y también, como algunos sabrán, me gusta incomodar. Tengo la impresión que cuando uno se «acomoda» derrapa, con facilidad, hacia la corrupción generalizada. No he sido nunca un crítico de tendencia ni he querido restringir mi escritura a un género artístico o a un país o a una generación determinada. Tuve el privilegio de conocer a unos artistas que me enseñaron (casi) todo lo que se. Tengo que nombrar (siempre lo hago) a Nacho Criado, en primer lugar, una mente lúdica y una actitud vital generosa, conversador infatigable y, literalmente, un artista sin estudio; compartimos muchos años que para mí fueron de «aprendizaje» y para él de constante intento de poner en escena sus ideas. Una de las cosas que comprendí en su cercanía es que el arte es una tarea infinita que no se termina nunca y que incluso puede tener que ver con un modo de llegar tarde siempre. Escuché a Javier Utray decir un día que «el arte es hacer con lo que hay lo que no hay», una frase de un simplicidad tremenda pero también un dispositivo que me llevó a pensar en cómo proceder en la práctica curatorial. Ambos artistas eran maestros de la «inquietud», nada complacientes, ajenos al lugar común. Sabían dibujar o incluso pintar a la perfección pero habían renunciado al manierismo o al saber hacer, a la llamada «buena mano». Se esforzaban para evitar cualquier comodidad. Gracias a tipos tan extraños y sagaces comprendí que el arte no tenía que ser «sectorial» y que, tal vez, nos dedicamos a esto para escapar del pantano burocrático. He escrito sobre pintores e «instaladores», me han interesado creadores que hacen vídeos u otros que prefieren la acción performática, nunca me interesaron por una fijación disciplinar, al contrario, habitualmente eran agentes de la «indisciplina».

Habiendo comisariado exposiciones en distintos países, ¿cree que hay diferencias entre los discursos curatoriales provenientes de distintos puntos geográficos?

No me gustan las generalizaciones geográficas y además tengo la certeza de que todo lo que se diga sobre, por ejemplo, Argentina es meramente coyuntural y respondería a una perspectiva (por emplear un término de Nietzsche) de rana o a la prepotencia habitual de un curator del jet-art (acelerado, en todos los sentidos, y mal-habituado por culpa del «dossierismo» y de la bunkerización del bienalismo). Aunque he montado exposiciones en infinidad de países, todos los proyectos tenían que ver con una «lógica de lo discreto», no me planteaba ni dar una lección generalista ni comportarme como un antropólogo estructuralista. Por todo el mundo surgen diferencias y matices, formas concretas de discursos culturales y modos de proceder en sistemas del arte diversos. Comparto con Nestor García Canclini el juicio sobre «la globalización imaginada» y no creo que la «red cibernética» haga que hoy todo sea lo mismo. Como algo que no es meramente anecdótico puedo apuntar que he disfrutado muchísimo con los proyectos que he hecho en América Latina y que allí he sentido, en muchísimas ocasiones, que hay un interés genuino por los proyectos culturales, artísticos y curatoriales.

¿Qué papel desempeñan las galerías hoy? ¿Cuáles son las alternativas?

Es difícil proponer una suerte de «tarea del galerismo» en un momento de continuidad de la crisis económica mundial. Hemos asistido, en el contexto más cercano, al cierre de muchas galerías (algunas de ellas cruciales) y, sorprendentemente, a la apertura de bastantes más de las que habría sido previsible. Tengo la impresión de que estamos en uno de esos momentos que Gramsci caracterizó como de lenta desaparición de lo viejo y confusa aparición de algo renovador, ocasión para la emergencia de «síntomas mórbidos». En nuestro país y, en gran parte del mundo, ha sido «exterminada» la llamada clase media, el abismo entre los millonarios y los pobres de solemnidad (o incluso de esa parte de ninguna parte que son los «nuevos musulmanes», en el sentido, que Agamben rescata del campo de concentración) ha aumentado. Aquella esperanza en una generación de jóvenes coleccionista (caracterizados como jóvenes profesionales con intereses culturales y potencial económico relativo) se ha disuelto en un momento de completa precarización. En el caso de las galerías también ha desaparecido el «escalón intermedio» y parece como si (a la manera «darwinista») solamente pudieran sobrevivir los grandes depredadores. El mercado sigue siendo (nunca dejo de serlo) muy competitivo y cruel. Daba la impresión, hace una década, de que la «era de las ferias» estaba tocando a su fin pero, de momento, no termina de terminar su lógica que, en verdad, lo tritura todo y deja, especialmente, fuera de sitio a los artistas. Una élite de VIP Collectors (en esto de la «anglosajonización» del arte hemos llegado a límites de snobización superlativos e incluso ridículos) disfruta paseando por las moquetas de todo el mundo y saben que lo fundamental para un galerísta es «saber hacer la pelota». La falta de inversión pública en el arte ha dejado el mercado al capricho de una serie de personajes que, en muchos casos, no son otra cosa que cretinos con mucho dinero y un narcisismo incorregible. No soy capaz de describir ninguna «alternativa» (todo eso de las galerías pop-up huele a postureo y familiaridad cutre revestida con purpurina y la comercialización on line no ha sido capaz de desbancar al viejo modelo del galerismo territorializante) y acaso lo único que sería deseable es abolir las «malas prácticas» que están inscritas en todo el sistema del arte. No está mal recordar la perogrullada de que el artista tiene un interés legítimo que no tiene nada que ver con el «ridículum (sic) vitae» y que la expresión «por amor al arte» (equivalente a gratis o por la cara) tendría que ser abolida a perpetuidad.

Siendo profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Autónoma de Madrid, ¿considera que las nuevas generaciones de historiadores del arte se están formando como deberían? ¿Qué falta?

Bastante hacen los alumnos con soportar lo que les ofrecemos. La estrategia política en este país ha sido, desde hace décadas, la de desmantelar la educación pública. Evidentemente un cafre como Wert radicalizó la cosa y, con una fobia indescriptible, decidió burocratizar todo, «homologar» con el funesto plan Bolonia y recortar todo el presupuesto de Educación para favorecer la enseñanza privada y, especialmente, el mundo «sotanosaurio». La mayor parte del tiempo los profesores españoles están entregados, es triste decirlo, al «papeleo». No hacemos otra cosa que «guías docentes», reuniones de homologación, verificación y si se publica es en revistas «indexadas» para conseguir un «sexenio». Lo «kafkiano» tiene, en el sistema educativo español, una materialización hipertrófica. A pesar de tanta «disciplina política», los profesores siguen sosteniendo (con unos salarios de pena: basta tener presente que un asociado que tienen la tesis doctoral e imparte clases a grupos numerosos de alumnos en la Universidad puede estar recibiendo como salario la miseria de 300 o 400 euros al mes) un sistema en ruinas. Llevo dos décadas y media dando clases en la Universidad y no dejo de recordar la época en la que me formé. Sin dejarme llevar por la condescendencia diré que los alumnos de los últimos cinco años no son menos brillantes que los de los años ochenta, incluso tienen mejor nivel en lenguas extranjeras y revelan, en muchos casos, una enorme vocación. Es así de crudo: cuando todas las carreras universitarias carecen de eso que se llamaba «salidas» es precisamente cuando estudiar algo supone que uno quiere aprender y comprometerse con lo aprendido. En muchas ocasiones nos dejamos llevar por un «complejo de inferioridad nacional» (una especie de herencia del nihilismo noventayochista) sin comprender que tenemos jóvenes profesores que están generando discursos renovadores y aportando mucho en tiempos desquiciados. Podría dedicar mucho espacio a describir lo que falta (un replantamiento que afectaría a las metodologías pero también a la toma en consideración de los campos profesionales del sistema del arte, una necesaria resistencia a la «nivelación a la baja» que se puede producir con una cierta tendencia al «tertulianismo» ocupacional en el modelo de la interacción «bolonizante» o una necesidad de bajar las tasas académicas que han convertido a la Universidad Pública en una instancia que impide la presencia de los que están sufriendo la precariedad extrema de nuestra época) pero me interesa tan sólo apuntar, en una palabra, lo que sobra: derrotismo. Todo profesor que esté cansado o tenga propensión al discurso del «veterano de guerra» tiene que pasar por una terapia de choque para intentar recuperar el entusiasmo. Cada vez que un docente lanza una diatriba nihilista o una cantinela del desencanto está contribuyendo, lo sepa o no, al penoso funeral que los políticos (especialmente los talibanes que hemos tenido en la sección educativo-universitaria) han planificado. Es el momento, en todos los sentidos, para la resistencia.

¿Cómo valora la práctica artística de creadores españoles en el marco internacional?

No puedo, si soy coherente con la respuesta anterior, ser derrotista ni vale con dejarse llevar por la retórica de la «invisibilidad» (por culpa de los otros) cuando el diagnóstico de este asunto es todo menos fácil. Desde hace años son escasos los artistas españoles con exposiciones en museos o galerías importantes del circuito internacional. Figuras como Juan Muñoz son recordadas con algo más que nostalgia. Tendríamos que tener calma, en algún momento, para analizar su trayectoria y sacar alguna conclusión de su éxito y comprender su modo de proceder. España no es, ciertamente, un país crucial para los proyectos curatoriales del mainstream, parece que carecemos de «interés». Son muchas las cosas que se han hecho mal en los últimos años. Ahora solamente me gustaría preguntar algo directo: ¿qué resultados han tenido las agencias de difusión del arte español en el extranjero? Tantos ejecutivos de la cultura, asesores, pseudo-curators y especímenes de todo tipo han estado, literalmente, perdiendo el tiempo y gastando el dinero público para obtener unos paupérrimos «resultados». Lo del Cervantes (en clave artística o, sencillamente, cultural) es penoso, una institución «bandera» convertida en una academia de idiomas. Algunos proyectos concretos como las participaciones en la Bienal de Venecia en las últimas ediciones han sido bastante «inadecuados». Lo malo es que todo puede ir a peor. Algunos dirán que nos sobran razones para el «optimismo».

Para terminar, díganos cinco medidas que tomaría si fuese ministro de cultura.

Es una opción que ni contemplo, entre otras cosas porque me convertiría en un «indeseable». No intento «escurrir el bulto» pero cada vez que leo a alguien que se ha puesto en esta «hipótesis demencial» me doy cuenta de que suelen decir paridas extremas: mezclan la necesaria bajada del IVA cultural con una «popularización» de la cultura, no ha faltado quien quiere convertir los espacios museísticos en piscinas (aunque sea en plan broma chorra) o sencillamente se pregona que hay que cumplir el «código de buenas prácticas». Como dice una política de toxicidad alarmante: «¿verde y con asas? botijo».

Por Carlos de Antonio

 

 

 
 
 

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